Desde Antigua nos dirigimos a Panajachel (Pana para los chapines, denominación amable que se dan a sí mismos los guatemaltecos; en Costa Rica son ticos), la principal localidad de este hermoso lago. Hicimos el trayecto puerta a puerta en una furgoneta de notable antigüedad en la que íbamos once viajeros y las maletas en el techo, contratada con la agencia Onvisa a buen precio (150€ los seis). Fuimos los primeros en llegar al hotel, así que bien.
Teníamos reservadas habitaciones durante cinco días, la estancia más prolongada de todo el viaje. Influyó en una estadía tan larga que optamos por ir en el día al famoso mercado de Chichicastenango (Chichi) desde Pana, en lugar de hacer noche allí. Llegamos a la conclusión de que el mercado era casi lo único de interés en dicha población, y que no merecía la pena un traslado con maletas.
El viaje nos situó en la realidad de las carreteras del país, ya que la de Ciudad de Guatemala a Antigua tenía tramos de varios carriles. De Antigua a Panajachel fueron algo menos de 90 kilómetros, un tramo en doble vía, pero el resto no. Y en esta zona hay unos descensos increíbles, por suerte el conductor (como todos los que nos llevaron) era prudente. También ayuda que hay resaltes (llamados túmulos por ellos y, finalmente, tumultos por nosotros) que obligan a reducir la velocidad, como en España, pero con la diferencia de que están también en las carreteras, son pronunciados y fuerzan a casi parar totalmente. Obviamente, no existen radares.
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Atitlán y al fondo uno de los enormes volcanes que lo rodean |
Atitlán es realmente un lago muy bello, una enorme masa de agua (130 kilómetros cuadrados) encajado en una gigantesca caldera volcánica y rodeado de montañas y de varios volcanes, tres de ellos por encima de los tres mil metros, lo que de alguna manera lo hermana con Antigua: Atitlán (3.537), Tolimán (3.158) y San Pedro (3.020), conocidos como los tres gigantes. En sus márgenes se encuentran varias poblaciones de interés a las que se llega en barco. Es el más profundo de toda Centroamérica (340 metros) y el segundo más grande de Guatemala. Está a algo más de 1.500 metros sobre el nivel del mar, lo que suaviza las temperaturas, como en Antigua y en toda la zona montañosa del país. Notaríamos la diferencia en Flores-Tikal y también durante el viaje por el litoral de Costa Rica.
Hotel Jotam, con patios abiertos propios de zonas cálidas |
El hotel elegido, el Jotam, cubrió bien nuestras necesidades: bastante céntrico, precio razonable (73€ día con desayuno), refrigerio más que decente y cuartos amplios y limpios. Más que suficiente. Si acaso, nos hubiera gustado que la piscina y el jacuzzi estuvieran en uso, pero no fue así.
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Llegando al lago para conocer el funcionamiento de los barcos de pasajeros |
Pana es un municipio pequeño, unos 16.000 habitantes, pero bullicioso, en el que aflora por todos lados su importante actividad turística centrada en el lago. Cientos de lanchas vienen y van vertiginosamente de un pueblo a otro. También se ofrecen excursiones variadas, viajes a algunas zonas o simplemente para recorrerlo. Pese a ello, no tiene un muelle digno de tal nombre, solo varios pantalanes de madera poco elaborados.
Eso sí, no hay regateos con los precios, algo que sí pasaba antes y en la actualidad con toda mercancía o servicio. Al final, los barcos se han puesto de acuerdo y tienen una tarifa general para turistas, unos 25 quetzales por cada trayecto (3€) que no se modifica, y precios más reducidos para los locales. Pese a ello, hay personas que llevan clientes a los barcos a cambio de una comisión. Lo vimos con nuestros ojos por parte de un hombre que se presentó como capitán general del puerto. El segundo día, al verlo de nuevo, lo llamamos por este título tan rimbombante y le encantó. Lo cierto es que su comisión no tenía sentido, ya que nos captó a cien metros del barco mientras lo buscábamos. Hubiéramos montado de todas formas.
En algunos casos los barcos no salen hasta que completan su aforo, lo que también comprobamos, pero es algo aceptado y nadie protesta. En otras palabras, los horarios son siempre relativos aunque hay muchas frecuencias. Durante el día, el ir y venir de las embarcaciones a toda pastilla es incesante.
Uno de los abundantes hoteles del lago Atitlán |
También hacen paradas en varios hoteles e incluso restaurantes de sus márgenes, a los que es imposible o sumamente difícil acceder desde tierra.
En los carteles turísticos el lago es el epicentro de cualquier actividad, pero realmente merece la pena. De los días en Pana, los dos primeros los dedicamos a sendas excursiones en barco a pueblos del lago, el tercero a actividades en el pueblo y el cuarto fuimos al mercado de Chichicastenango. Al día siguiente, traslado a Ciudad de Guatemala.
Volcán de San Pedro, el más impresionante desde las aguas del lago |
Y junto al lago, sus volcanes, que no se saben si lo escoltan o más bien lo vigilan, impresionantes. Son visitables, pero avisan de que los ascensos son exigentes, y nosotros con el Pacaya cubrimos el expediente. En cuanto al San Pedro, anuncian que si quieres subir tienes que "alquilar" por un módico precio un par de policías que te acompañen. Una movida.
Así que en Panajachel todo fue sobre tierra o agua, pero también conocimos una interesante reserva natural. Y, por supuesto, el pueblo, con su calle principal, Santander, puro comercio y restaurantes, siempre atestada y cerca un alambicado paseo marítimo, también lleno de vendedores y sitios para comer. Observamos a muchos niños trabajando, más que en Antigua, y un mayor porcentaje de población indígena, bastante mendicidad y perros callejeros por las esquinas buscando que comer.
Cena del día de llegada en el restaurante Tuscani, italiano, pues había quien tenía antojo de pasta. Resultó bastante bien . En cuanto al desayuno del hotel destacaba sobre todo por la fruta, ya que nos ponían una ración individual bastante grande sobre todo de piña, mango y papaya, las más habituales en todo el viaje.
Nuestra primera excursión por el lago fue a San Juan de la Laguna, siguiendo el consejo de Estitxu, amiga de la hija de dos de los viajeros, que casualmente estaba entonces recorriendo Guatemala aunque no hubo forma de coincidir. Explicó que era el pueblo más bonito y tras la visita lo ratificamos.
Calle de subida a San Juan de la Laguna desde el lago |
Al desembarcar en San Juan nos encontramos con una larga y muy empinada cuesta atestada de tiendas y comercios, todo en colores vivos, regentados muchos por indígenas y donde alguna compra hicimos.
Músicos tocando la marimba, instrumento tradicional de Guatemala |
El ambiente era muy rural, animado, colores vivos por todos lados y mucha tranquilidad.
El paseo por esta villa resultó de lo más agradable, ya que solo andar por sus calles era todo un espectáculo .
La decoración, los colores potentes, los grafitis omnipresentes y si algo interesaba, el obligado regateo, aunque durante la posterior visita a Chichicastenango comprobaríamos que aquí era a nivel básico.
Abundaban pinturas murales con motivos costumbristas, recogiendo escenas de la vida de la zona, principalmente temas agrícolas.
Era un día soleado y caluroso. Los paraguas de la decoración servían de ayuda. Estos recordaban a personajes significativos del pueblo, muchos de ellos mujeres.
Una vez arriba, parte del grupo prefirió seguir callejeando y dos de los viajeros eligieron subir al mirador del Rostro Maya, desde donde se divisa una panorámica del lago y alrededores. Al inicio del ascenso había que pagar y luego una larga riestra de escalones de todos los tamaños, y a su vera puestos de venta de recuerdos y artesanía.
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Los viajeros con Benjamín, un estudiante que venía de Ciudad a conocer Atitlán |
Por la escalinata pegamos la hebra con Benjamín, un chico de 17 años que en su día libre (trabaja en un hotel en Ciudad de Guatemala) vino a conocer Atitlán. Extrovertido, le encantaba hablar con un par de turistas españoles, y nos contó que su jefa le daba facilidades para estudiar un ciclo de Turismo durante los fines de semana. En el futuro su título le permitirá progresar en el trabajo. Lo felicitamos calurosamente por el esfuerzo animándole a perseverar. Muy majete.
Tras bajar del cerro, el grupo se reunió al completo y en un local de nombre Katoc probamos las pupusas salvadoreñas, una especie de tacos, muy ricos.
En Katoc con los zumos esperando por las pupusas salvadoreñas |
Un sitio agradable, fresquito, muy colorista, donde también tomamos unos jugos. Empezábamos a saber que en todos los lugares utilizan agua depurada conocida como agua pura, aquí y en Costa Rica, y abundaban las camionetas con bidones para repartirla. No teníamos claro si equivale a agua mineral, pero quisimos pensar que sí (no había alternativa) y lo cierto es que regresamos sin incidencias de salud. Aparte, procurábamos evitar las ensaladas, la fruta sin pelar, y cosas así.
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Con el dueño del bar intentando abrir la cerradura bloqueada del baño |
El problema en dicho establecimiento llegó a la hora de utilizar el baño. Estaba atascado y, contra lo que pensamos en un principio, vacío. El dueño lo confirmó y trajo una escalera para tratar de desatascarlo por el hueco superior, lo que intentaron, sin éxito, varios viajeros. Finalmente, un chico joven y delgadito se coló por dicho hueco y pudo abrir la puerta. En todo el proceso, risas generales.
Vista del lago a la llegada a San Pedro de la Laguna |
Al salir del pueblo encontramos a un agente acompañando a lo que luego supimos que era una funcionaria municipal parando a los coches que entraban, a los que les cobraban. Intrigados, les preguntamos. Resultado: ingresaban un arbitrio local de cinco quetzales (algo más de medio euro) por entrar al pueblo. Nos llamó la atención, pero comprobaríamos que lo aplicaban muchos municipios.
SAN PEDRO DE LA LAGUNA
Entramos en San Pedro y bajamos hasta el lago, utilizando un pequeño camino que durante un tramo discurre junto al agua. Después no nos quedó otra que subir a la calle perimetral más cercana.
San Pedro nos pareció más grande y urbanizado que San Juan, pero lo cierto es que ambos rondan los 12.000 habitantes. De entrada, concluimos que tenía mucho más atractivo San Juan.
A primera hora de la tarde decidimos regresar para presenciar la puesta de sol en Pana. Antes, pudimos contemplar a turistas relajados tomando el sol sobre las aguas del lago.
Imagen de San Pedro al acceder a la ciudad por la carretera de San Juan |
San Pedro nos pareció más grande y urbanizado que San Juan, pero lo cierto es que ambos rondan los 12.000 habitantes. De entrada, concluimos que tenía mucho más atractivo San Juan.
Dimos una larga vuelta por el pueblo, en su caso construido sobre la ladera que lleva al lago. Eso equivale a decir que salvo que se caminara en paralelo al lago, las calles eran empinadas y con fuertes pendientes.
Las cuestas de las calles de San Pedro hacían dificultoso el paseo |
Tanto, que llegamos a pensar que los abundantes tuk tuk de esta villa podrían tener problemas, pero lo cierto es que siempre llegaban a la parte alta.
Una de las innumerables iglesias evangélicas que vimos en Guatemala, esta realmente monumental |
En una de sus calles nos encontramos un edificio inclasificable, pero muy llamativo, de una iglesia evangélica, que las había a montones. Otras veces eran construcciones simples, poco más que pequeñas naves, y con denominaciones de lo más variopinto. Su penetración, pese al catolicismo de la mayoría de los chapines, parece evidente.
A primera hora de la tarde decidimos regresar para presenciar la puesta de sol en Pana. Antes, pudimos contemplar a turistas relajados tomando el sol sobre las aguas del lago.
El muelle de San Pedro lo suponemos diseñado por el mismo ingeniero que hizo los de Pana, y allí aguardamos unos minutos hasta que la lancha se completó. En el regreso, los miembros del grupo que iban en la parte delantera de la embarcación comprobaron lo duro que pueden resultar los pantocazos (para los no iniciados, golpes de la parte delantera de la embarcación contra el agua mientras navega). Especialmente, si se tiene algún padecimiento de espalda. Desde entonces procurábamos ir en la parte de atrás.
Una vez en Pana, esperamos el momento de la puesta de sol, con el volcán San Pedro al fondo.
No fuimos los únicos y, como ocurre cada día, en unos instantes se hizo casi de noche.
La belleza del lago al atardecer con los volcanes en la lejanía, una preciosidad.
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Empieza a caer la noche sobre el lago tras la puesta del sol |
Haciendo una revisión del día, coincidimos en que las ciudades pequeñas, o pueblos grandes, como se prefiera, que estábamos conociendo en Atitlán eran similares en cuanto a limpieza: calles ordenadas y bastante aseadas, lo que cambia radicalmente en las carreteras, con cunetas atestadas de basura y plásticos.
La cena de este día fue sencilla, en un pequeño restaurante, Santander, de un hotel anexo. Ofrecían sandwiches y similares, y lo despachamos por menos de 10€ cada uno.
SANTIAGO DE ATITLÁN
Al día siguiente retornamos al lago para una segunda excursión acuática. Elegimos Santiago de Atitlán, la localidad más importante en población (45.000 habitantes). Está situada enfrente de Pana, en el interior de una profunda hendidura del lago, casi una ría que penetra en tierra. En el muelle de Pana, como si nos esperara, se encontraba nuestro capitán general del puerto, que averiguamos se llama Pablo. De nuevo nos introdujo en la lancha y, esta vez no lo vimos, pero suponemos cobraría su comisión. De haber hecho más viajes terminábamos amigos.
Muelle de Santiago de Atitlán |
Su importancia queda en evidencia nada más llegar: es la única con unos muelles dignos de tal nombre, pese a que el turismo de Atitlán llega en su inmensa mayoría por Panajachel.
Curiosamente, da igual donde estés en el lago: siempre tienes enfrente alguno de los tres gigantes, como si se movieran para mantener el decorado.
Nada más saltar del barco, el recibimiento habitual, una larga calle comercial (especialmente para turistas) y ofertas de varios guías para llevarnos a ver los lugares destacados de la ciudad. Lo desechamos, queríamos andar a nuestro aire. Ni siquiera nos interesó Maximón, un personaje de la mitología maya considerado protector del pueblo tz´utujil, una deidad al parecer muy venerada, y una de las ofertas era llevarnos al sitio donde se encuentra su imagen.
Encontramos Santiago de Atitlán en pleno bullicio mañanero, con sus calles más céntricas atestadas de gente, puestos en la calle y tuk tuk pugnando por abrirse paso. Un desorden de lo más organizado, muy atractivo para el visitante. Era una imagen auténtica y mucho más real que cualquier visita turística que pudiéramos hacer.
Con algún esfuerzo fuimos capaces de sortear a la multitud, y ciertamente a los locales se les veía más tranquilos. Aparte de poner cuidado, nosotros también, por supuesto.
Plaza central de Santiago de Atitlán, atestada de vendedores |
No fue difícil llegar a la plaza principal, identificable por su tamaño y su jardín central, y también la presencia del ayuntamiento. Había docenas, cientos de vendedores, en su mayor parte indígenas con productos del campo, además de la oferta de objetos para visitantes. Daba que pensar si habría compradores para esta legión inmensa de vendedores.
Iglesia de Santiago Apóstol, casi cinco siglos de historia |
A poca distancia de la plaza se encuentra la principal iglesia de la ciudad, por supuesto dedicada a Santiago Apóstol, data de 1547. Está realmente bien conservada, exteriormente y por dentro, y en su interior guarda un importante bagaje de arte religioso colonial
El templo está lleno de esculturas de santos, varias de cada uno en diferentes posiciones. Los vestidos del mismo color identifican a los respectivos santos |
Recién pintado, techo en perfecto estado, iluminación cuidada, es un lugar agradable. Empezamos a recorrerlo sin tener ni idea de la trágica historia reciente que encierra, que explican unas lápidas colocadas en una de las paredes. Después de leerlas, cambió nuestra perspectiva.
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Placas en la iglesia (inglés y español) sobre masacres de la guerra civil |
En 1968 llegó aquí como párroco el norteamericano Francis Stanley, quien se integró en la población hasta el punto de aprender el idioma tz´utujil, supervisando la traducción del Nuevo Testamento a esta lengua maya. Al parecer, alcanzó un enorme vínculo con la población indígena por su interés en mejorar las cosechas y la producción de artesanía.
En julio de 1981, Stanley fue asesinado por un escuadrón de la muerte del ejército en un momento muy difícil de la guerra civil que se conoce como Conflicto Armado Interno. Curiosamente, la página de turismo de la localidad evita mencionar que fue asesinado por un comando vinculado al ejército, simplemente menciona su muerte dentro del citado conflicto. Por el contrario, en las placas de la iglesia y en otras páginas web se identifica a sus victimarios. Una década después se produciría otra conocida masacre de trece indígenas en la localidad, también por fuerzas militares.
Patio anexo al templo con su aguacatero centenario |
Sorprendidos por este relato, valoramos la tranquilidad que se respira ahora en el país. Finalizamos la visita al recinto tras recorrer el patio ajardinado anexo, en el que destaca un soberbio aguacatero. Visto de cerca, descubrimos cientos de aguacates colgando de sus ramas. Dos paisanos que estaban contemplándolo, con pinta de locales, aseguraron que tenía 400 años.
De camino al cementerio de Santiago de Atitlán, siempre con vistas al lago |
Desde el centro de la ciudad nos dirigimos a las afueras para visitar el cementerio, un lugar siempre interesante junto al mercado, que en ciudades pequeñas suele ser al aire libre y ocupar gran parte del centro, como acabábamos de comprobar.
Mujeres lavando ropa metidas hasta la cintura en el lago |
Cementerio de Santiago de Atitlán, con el bosque como límite |
El cementerio resultó ser un lugar interesante, diferente a lo que estamos acostumbrados, nichos en altura en pequeños bloques y salpicado de cruces sencillas, y muy abigarrado.
Los fallesidos de la familia Culán |
Y en los textos, visibles las peculiaridades del idioma.
Muy avanzada la mañana regresamos al centro, donde permanecían innumerables puestos de venta.
Y la actividad de los tuk tuk, que no descansan. Cansados de tanto ajetreo, entramos en un bar/restaurante para tomar un tentempié. Pedimos una bebida y un pancake de los desayunos, pero nos dijeron que era tarde para eso. Al comprobar que no hacíamos un pedido alternativo, optaron por servirnos los pancakes.
Charlando con Herbert a la llegada a Pana, con Sindy de espaldas |
En el barco de regreso entablamos conversaciones separadas con dos chapines. Se trataba de Herbert, un nieto de española e indígena, y por tanto mestizo, de Ciudad de Guatemala, muy simpático, quien nos interrogó sobre nuestro viaje. También charlamos con Sindy, joven y muy guapa indígena tz´utujil, que domina este idioma y también el español. Todo empezó con la frase "nos agarró la tarde", pronunciada por Herbert, a quien le pedimos que nos la aclarara. Viene a significar que hay un retraso y riesgo de llegar tarde adonde quiere que se vaya a ir. Lo dijo por el barco, que no terminaba de ponerse en ruta.
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Frases en idioma tz´utujil |
Al llegar a Pana le pedimos a Sindy que nos escribiera en tz´utujil un par de frases. No puso reparo alguno y en ellas queda en evidencia la complejidad de este idioma maya para nosotros.
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Selfie para inmortalizar al grupo viajero con Herbert y Sindy |
Nos despedimos de estas dos personas tan simpáticas y sociables, que debían seguir con sus actividades. Lo cierto es que la amabilidad de los chapines fue la norma siempre que entramos en contacto con alguno. Lo mismo ocurriría en Costa Rica con los ticos; en ambos países percibimos mucha cordialidad con los españoles.
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Chimichangas Humaya (con camarones) |
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Chalupas crunchy (carne) |
Tras un rato de descanso en el hotel salimos a cenar. Elegimos el Humaya, restaurante fusión entre comida tradicional y moderna, muy bien puesto, con pretensiones. Los platos eran contundentes y muy llamativos, servicio y local muy por encima de la media y un precio moderado para el establecimiento (con bebidas y sin postre, 15€). El local era superagradable.
El día en Pana deparó una visita a la reserva natural de Atitlán, un recinto situado en la periferia del pueblo y pegado al lago. Como es habitual, ofrecía alternativas de ocio (tirolinas), un recorrido por un área amplia acotada, la posibilidad de observar animales, varios puentes colgantes para salvar los barrancos, información sobre el lago y su historia, un mariposario y la opción de contar con guía y alojamiento. Precio del paseo y el mariposario, 10€.
La ruta discurre por la ladera de una montaña pegada a Pana y al lago, lo que supuso una subida casi constante. Diseñada para que los interesados se deslicen en tirolina llegados a la parte más alta.
La reserva es un área cubierta por vegetación, lo que protege del sol.
Vimos algunos monos y este coatí, principalmente. Las anunciadas serpientes, ese día no comparecieron.
La sorpresa fue la media docena de puentes colgantes, agradables para la mayoría del grupo excepto el viajero que padece vértigo, que pese a ello logro superar la prueba.
Sentirse mariposa |
El mariposario nos recordó el que habíamos visto en el eje cafetero, en Colombia, dos años antes. Esta vez la encargada nos dio una clase sobre la efímera vida de las mariposas y como ellos cuidan su crecimiento: recogen a diario los huevos de las plantas, los vigilan en el laboratorio y una vez desarrolladas las llevan al mariposario pues su vida es corta, 3/4 semanas. Cifró en un millar los ejemplares existentes, que reponen con los jóvenes que han empezado a volar. Aclaró que cada tipo de mariposa tiene sus plantas preferidas para libar el néctar, por lo que saben donde localizarlas,
Terminada la visita, elegimos una senda para bajar al borde del lago, donde había una pequeña playa con una vista excepcional. Eso sí, en esta ruta, gran bajada y otros tres puentes colgantes.
Desde el borde del lago tuvimos que retornar hacia la entrada a la reserva natural y posteriormente regresar a Pana. El camino no era largo, un kilómetro más o menos, pero por una carretera de curvas sin arcén.
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Regresando del sendero del lago |
Una vez en Panajachel, a preparar las cosas para el excursión al día siguiente a Chichicastenango. También, a valorar opciones para la cena.
Super decorados buses de viajeros, vistosos pero soltaban humo negro intenso al acelerar |
Elegimos un restaurante uruguayo de la calle Santander, un local abierto a la calle, Guajimbo´s. Estaba casi lleno y no había mesa para seis personas. El encargado pidió diez minutos y, con escepticismo, se los concedimos. Sabía de lo que hablaba: hizo varios cambios de mesa con personas a medio cenar, dando gracias en todo momento, y de repente había encontrado hueco para nosotros. Un artista. El enredo mereció la pena, tomamos varias cosas, carne entre ellas (obvio en un uruguayo), y también pasta y algún plato vegetariano, nos gustó. Salimos a 14€, precio impensable en Costa Rica, como pronto comprobaríamos.
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